Es sabido que la represión fascista en Asturias a partir del 21 de octubre de 1937 no se limitó a las torturas, cárceles, campos de concentración, y asesinatos. Hubo otra represión sorda, la de la vida cotidiana. Esta caía sobre hombres y mujeres de los pueblos, donde el control social y político -y el fisgoneo de la vecindad de la Nueva España- era implacable. Nada ni nadie se movía sin que lo supieran las "autoridades". Para ello tenían a los soplones, a las vecinas chismosas, a los alcaldes de barrio. Todos eran un solo ojo ciclópeo para vigilar a los rojos.
En este caso se trata de la tan socorrida prestación voluntaria, la sextaferia diríamos en Aller, donde por su carácter voluntario nadie está obligado a participar en los trabajos comunitarios, lo que ya de por sí supone un reproche social en circunstancias pacíficas, aunque hay que señalar que los ricos y las señoritas de postín jamás hicieron trabajo voluntario porque no era propio de su condición. Eso sí, hasta que llegó la Falange y la Sección Femenina para "dignificar" los trabajos que ayudaran a la Nueva España.
Los trabajos eran voluntarios, no tanto, no tanto. Tenían el carácter de voluntario, pues nada se pagaba por ellos, pero para los falangistas era tan obligatorio como las fiestas de guardad. No se podía faltar, aunque no obligaban, porque entonces se tomaba nota de esa falta de cooperación con la Nueva España.
El documento que aquí se expone refleja perfectamente -sin manipulaciones groseras propias de falangistas reconvertidos en demócratas que no quieren remover el pasado- cómo el alcalde fascista de Laviana, José Cervilla, advierte al alcalde fascista de Villoria, Valentín González, en marzo de 1938, que le pase los nombres de quienes no colaboran en ese trabajo tan sagrado como es retirar la piedras acumuladas en la Iglesia parroquial.
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