Cuando el fascismo ocupó las tierras de Asturias y comenzaron los años negros de la represión criminal los falangistas estaban obligados a "jurar". Se consagraban al servicio de la "patria y del Caudillo". Vivir siempre "con obediencia y alegría, ímpetu y paciencia, gallardía y silencio". El silencio era muy importante, crucial diríamos, pues estaban juramentados para no hablar jamás de los crímenes que cometían. Así lo hemos visto cuando hemos abordado a alguno de los viejos falangistas que participaron en algunos de aquellos crímenes. "Quién te dijo eso", decían con cara de asombro, "uno de los que estaba allí". El silencio mortal llegó a los archivos, y por eso en millares de Ayuntamientos se destruyeron o se quemaron los archivos de Falange.
Lealtad y sumisión absoluta. Y "honrar en todo momento la memoria de nuestros mártires", que por otro lado no eran otros que aquellos que colaboraron la subyugación de todo un pueblo.
"Dar mi vida, si fuera preciso con las armas", único lenguaje que siempre han entendido perfectamente los fascistas de todas las latitudes, pues la enseñanza del Maestro (José Antonio) se incrustaron en sus cabezas poderosamente: "No hay más dialéctica que la de los puños y las pistolas".
Y cómo no, vivir en Santa Hermandad, a la que se invocaba para encubrir todo tipo de tropelías, aunque también para ocupar empleos y conseguir una vida más placentera.
Mientras tanto el pueblo español honrado se desangraba en las cárceles, en los campos de concentración, en los montes, o en los tajos con salarios de hambre.